martes, 16 de marzo de 2010

Nectáfora o del arte de vivir a la velocidad de un beso

Texto leído por Andres Cardo en Bellas Artes

El beso es quizá la forma más erotizante del sexo, y al mismo tiempo la expresión más íntima que puede vincular a un ser humano con otro. En este caso es una antología de poesía (mexicana específicamente) de poetas nacidos en el siglo XIX, hasta poetas nacidos apenas hace unos veinte o treinta años. Esto da un registro que puede resultar llamativo de cómo los individuos de varios siglos, lustros o décadas pueden pensar en torno a una cuestión tan elemental como es el dar un beso; o no darlo, pensarán otros. Bien es conocido el beso de Judas, que seguro estoy nadie querrá recibirlo y que, en cambio, muchas veces en el amor la mayoría lo recibe sin saberlo. Qué pasión despierta un beso cuando alguien lo retiene en sus labios como a un insulto, y el deseoso sólo espera, lanza sus miradas a esa rosa inflamada que son los labios, a esa metáfora tan vehementemente resignificada y al mismo tiempo vuelta otra cada vez que un poeta es capaz de volverla nueva.

Pero para eso hace falta mucho, entrar en el laberinto de la oreja, diría Villaurrutia, de esa orla, de ese glifo, de esa llave que significa la palabra. Tal vez por eso sea tan amado ese beso, porque en su esencia no es sin la textura, o la humedad de una palabra, ese beso hermoso o dulce, o amargo que a todos nos da la huella de quién es el que tenemos junto a nuestro rostro tratando de penetrarnos con su lengua, tratando de entender toda la información que cabe en un milímetro cúbico de saliva: el menjurge alquímico que se forma cuando dos se anudan en una sola boca.

Cuántas imágenes apasionadas llegan a la mente sólo de pensar en un beso. Bien lo dice la historia, o el registro de las frases que permanecen —de boca en boca— hasta nuestros tiempos: más por practicidad que por belleza, sentimentalismo o ebullición emotiva, sucede que cuando un(a) Alguien no gusta de enamorarse, desboca con la certera frase para cerrar los labios como un zíper, y dice: no me beses en la boca porque me enamoro.

El poeta del siglo XIX no podría haber imaginado un beso delineado por el cursor, donde lo tangible es ya una forma lejana de lo que hora tantos entienden por amor, y en cambio enunciaba esa condenación a la carne que hubiese sido capaz de ofrecer para perder, incluso, el derecho al Cielo (aquél placebo cristiano que tanto conturbo a tantos poetas), sólo por probar el “néctar” de esa boca que contenía no sólo un alfabeto entre sus grietas como mangles, sino varías formas de mencionar la palabra sin dejar entrar ni por un segundo aire al laberinto del cerebro.

Pero este candor de tierra posesa se va volviendo metálica sangre (como escribe el no tan leído Jesús Arellano), se va endureciendo y de pronto los labios son hielos, distancia, carnalidad muerta que no ofrece más que prebendas de frustración por no saber cómo juntar dos formas de Mundo a manera de labios (véase Aridjis, en su ya célebre poema Perséfone). Digamos mitad del siglo XX, donde la mujer ya no es el predio poblado por su conquistador, y tampoco es obediencia ni posesión de nadie, el hombre-poeta se mantiene enamorado de aquella vieja forma del amor y se vuelve taciturno en un mundo de autos; pero también se vuelve violento, más misógino, un tanto más egoísta (obligado por su incapacidad a reconstruir su mente rígida) y escribe entre la estridencia de los autos cartas lejanas: posesiones ajenas. Bien lo escribe Aura: yo a solas acá soy alma de los dos. En cambio hay otras posturas donde el beso es también la usencia, el retrato (a la manera de Kavafis, incluso), donde la palabra es lámpara, y la lámpara es el beso, la forma de llegar al otro a través del espejo de la realidad que nos colocan los rostros (me refiero en eso a José Carlos Becerra). Y creo vale la pena detenerse en el ocosinguense Efraín Bartolomé que bien empuña el beso como una resistencia conjunta, ese compañerismo de los géneros que floreció en los 70, donde es el beso una forma de resistir ante la realidad (concreta) y el bullicio.

Esta antología puede ser una bitácora de usos y costumbres, de vicios y desarraigos ante los diferentes pasos de la gente de México a los largo de estos dos siglos pasados. Incluso de los poetas más furiosos, los que ven el beso como un chasquido necesario ante el aletazo negro del mundo (Javier Gaytán), o incluso una forma de contrarrestar el poder ejercido por la indiferencia, la acción antitética de lo que debiera suceder, pero sucede y se vuelve procedimiento necesario para cambiar el curso de los días (poema de Adriana Tafoya que vuelve el beso otra forma de poder). Ya no sólo la palabra, el beso, la orla, no; sino la carga que conlleva ese pesado líquido invisible que nutre más de las cuatro partes del mundo-cuerpo.

Nectáfora, quizá es el brebaje que contenía la lámpara de Aladino, o lo que asumían como el agua de la vida eterna. Lo que es cierto, es que en este libro podemos no sólo analizar las formas que va tomando la poesía a lo largo de los siglos, sino también la forma de las ideas que la contienen, las visiones de los humanos ante sus tiempos, y hasta qué grado quedaron o no constreñidos a la forma del vaso que los contenía.

Sea esto una forma de ver el beso, como el bien que nace de dos bocas que deciden volverse —en un instante, que quizá es la única unidad temporal de la que está hecha la vida— energía y volverse, si no un solo ser, sí un solo cauce de esa agua que llena de gracia y plenitud lo cuerpos que habitarán el Mundo hasta el resto de los días.

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