martes, 8 de febrero de 2011

El infierno nuestro de cada día




Por Andres Cardo

Concretar un libro que reúna en sí mismo tradición, y al mismo tiempo empuje, desprendimiento; que junte en el mismo cuarto irreverencia y solemnidad, y que amarre con el hilo invisible de la poesía a dos antagónicos poéticos, como es el realismo (sucio o no) y al romanticismo (místico o no), y luego desprender de ellos una forma conjugada de escribir poesía.

En definitivo hablar del amor en el Siglo XXI nada tiene que ver con la cursilería de otros siglos, donde la ingenuidad, o la alevosía imperaba como una lenguaje para golpear al otro y tenderlo sobre la lona de enamoramiento y luego engullirlo en la cama, en la mesa, y por si faltara, en el coloquio del día a día. Entre feminismo y desconstrucción el mundo, al menos desde el lenguaje, empieza a generarse una intensión de transformar esta inercia. Así lo demuestran Héctor Marat y Daniel García Solís, que con sendas bitácoras, procuran desarticular el consabido camino del amor-desamor para así formarse como, no digamos ya hombres, sino seres que asumen su derrota como propia, y no como un obsequio de esa Beatriz infernosa que tanto ha fascinado con su figura desde hace ya tantos siglos. Pero es esa muerte la que debería darle a Marat un hachazo en la sien para que brote en sangre un camino nuevo de vida. Debería ser esa tajada una puerta tan sólo para ver con nuevos ojos los cuerpos. Quizá un ritual es aceptar la muerte como para entender que todo lo que vemos es invisible. La prueba ha sido superada, ahora falta sirva de algo. Por su parte García Solís pareciere que en ese séptimo día ha rendido las armas ante ojo parpadeante de la vida, y que callara para resignarse a una pérdida que es ajenas, extraña. Corre el riesgo de quedar encapsulado en una generación de seres que se conciben “ancianos” a los treinta años, es más, a los 29 ya se creen momias dando sermón a los hombres maduros de 24. Y viven muertos, cargando una condena de vida desde una páramo ajeno, donde cada mujer que camina por el mundo es sólo el recordatorio de que están solos y nunca “nada será de ellos”. Quizá la lección del desamor sea aquí sólo una cicuta para desgarrar esas vísceras inútiles que han demolido el todo en una nuez hermética. Habrá que abrir ese párpado y sacarle toda su carne a ese tedio, para retomar el camino de la Belleza.

Sergio García Díaz, que es el maestro del taller, y por ende, el antologador; ejerce con maestría autocrítica (casi en todo momento de su poema) el verso dialogante, atónito, circunspecto ante una “mujer que sube tocar las estrellas”, y la mira como quien mira un cielo estrellado. Esa es su declarada debilidad, mirar con los ojos vacíos. Tal vez, porque es necesario que la cuenca se llene de con el agua de una lluvia que no ha llegado, pero también hay cicatrices que si se abren dan con su beso un manantial de sangre limpia como la de un recién nacido. Un poco de fuerza haría para con espátula arrancar esas costras viejas. Sin embargo, el transcurso con el que aborda la revolución, el yo, la buena forma de ver el mundo, nos regala un viaje degustable, y que termina como todo lo efímero, como la luz misma, en la noche que se duerme detrás de nuestra mirada cuando amanece, y ella nos mira con su único ojo.

El poema de Javier Serrato Vargas apuesta un poco menos, pero huele mucho, como esa hierba amarga que es el “huele de noche”. Está tan embelesado con el tráfago de la historia, que empieza a desteñirse el sentido de las cosas en su caverna craneal, y se vuelve el día, o la primavera, el único anuncio para cosechar la tierra. Están los frutos externos, las guayabas, como el estampado de una pared intangible, pero los frutos internos se van muriendo, mientras el corolarios de las yerbas a la orilla de río crece como una larga lista de accesorios para ir a la guerra, para morir por una bala, y no de hambre. Delicioso breviario de cómo viajar a caballo y al final del día, desesperadamente esperar que todo vuelva al mismo lugar donde lo dejamos al cerrar los ojos.

Verónica Núñez Abad dibuja un 69 como la forma perfecta de lo impenetrable. La ciudad como una memoria portátil que habita en el deseo lúbrico del amante. El caos como una lengua besando lo sexos. La destrucción, los mutilados, las noticas, el ruido como la orquesta que acompaña el acto que comenten dos criminales en busca de una guarida, de un lugar para escapar del mundo, dentro de una habitación. El hotel como el sitio para encontrarse atemorizados, lamiéndose las heridas, curándose un poco esa soledad tan filosa como un rayo, como una mujer desnuda al mediodía bajo un sol furioso, o un hombre sediento, sin manos, tratando de levantar una moneda; dos embalsamados cuerpos saliendo a la calle después de haberse vendado los ojos con besos negros.

Alberto Vagas Iturbe, el Pornócrata, es sin duda un caso particular, en el sentido de que carga a dios entre las piernas. Es seguro que una larga hilera de simples vulgares desearían tener un poco de su verborréica elegancia fálica. El fístulo, el pavorreal, el dedo, son los antagónicos de la burra, la zorra, y otros personajes que encarnan esta fábula, que algunos han dicho es en definitiva uno de los pocos autores que lo que escribe “no es autobiográfico”. A veces abusa de lo escatológico, es verdad, de mal olor, de lo extravagante grotesco. Pero es también verdad que a veces acierta en evidencia el crecido narcisismo masculino que tanto irradia como una flor mitad zorrillo mitad osito de peluche. Tan vulnerable es el macho. Y así, ejercita toda una mitología, una fauna entera para ilustrar este fantástico mundo visual que habita en el ideal de todo súper hombre que se presuma como tal.

En el caso de Filadelfo Sandoval, el viaje es hacia atrás, muy atrás, en esa vieja partida de ajedrez que bien sabemos perdió Salomón, y a la fecha sigue pidiendo revancha. Pero lógicamente es un juego que no podrá volver a jugar, porque Saba no comete el mismo error dos veces. Pero esta maga, sacerdotisa, diosa blanca también, es tal vez otra vez una luna que amamante a sus hijos con sangre. Tan dolorosa es la angustia de cuando no tienes la capacidad de poseer algo, y peor aún, a alguien, a todos su brebaje, su cultura, el mundo del que nació una extraña flor, que lo que buscas hacer como Eróstrato, es arrancarla, volverla una viruta de humo, una pira, un maldito sol enfermo. Como bien se sabe, la mejor forma de vencer a una mujer, según piensan los entes masculinos, es convertirla en bestia; en el icono de la fealdad y lo decadente. Pero en este caso ella se corona con el Laurel y mira desde su trono radiante otro poema a sus pies.

Ya al cierre del libro, aparece otra versión de mujer, donde trata de fugarse de la realidad convertida en nube. Es el caso de Adriana Jessica Gómez, que busca escapar de esa tierra convertida en sueño, en maquiavélica máquina de composiciones ruines. Y se vuelve agua, se aferra a los elementos como una montaña para cruzar el umbral del cielo. Evoca los cantos ancestrales, difumina algunos prejuicios, pero una vez afuera de la estratósfera, una vez en el vacío del todo, siente nostalgia por el Día, y regresa al mundo sólo para ser tocada por esa mano que durante tantos siglos le ha teñido el cabello sólo para que se vea hermosa a los ojos de él, el amo del espejo. El padre de sus hijos.

El abismo onírico que no comprendemos está justo en medio de nuestros ojos, y es imposible verlo; para llegar a él sólo queda el olfato. Ezra Ailec nos lleva al interior de ese intento, y nos invita a llegar al abismo sólo a través del aroma, y es posible. Ese es el código de la memoria, la forma de recordar el sueño que al despertar sigue ahí delante como una pesadilla, enredada en la trinche del día, igual que un pedazo de mugre que no notamos y confundimos con paisaje. Trata de soltar esa barra de hierro, de salir por la herida triunfante, recién nacido, pero al final lo único real es la muerte, cuando despertar es escapar de este mundo.

Para el cierre Roberto Romero Aguilar, nos pide la mona, que ya dejemos de estar chingando, que para qué tanto hacerla de pedo, que mejor pedir a robar, dicen. Y nos trepa en el chimeco, salido de un mundo feo, plagado de una estética derrumbándose como un cascarón que permite ver dentro del huevo una noche oscurísima como el mismo día. Y nos lanza las palabras que lanzan los seres cuando cruzan la línea de los sitios, sin importar las geografías. Y nos pide, me pide, que ya deje de estar chingando. Así que cierro mejor el libro.


Como ven en este sitio, allí don suenan las trompetas, todo es mañana, la anunciación del día, las trompetas recibiendo el infierno de la luz, el fuego que en algún momento pensaron los nobles los mantendría en el top 10 toda la eternidad. Pero al parecer, estas trompetas anuncian (quiero creerlo) la llegada de otra cosa, de otro ser, de otro demonio menos velludo, menos pata de gallo, menos cornudo; un demonio más amplio, con más dedos, con más lunas en el pecho, un ser que llegó para alumbrarnos con sus frutos invisibles, con sus soles nuevos, y que tal vez, esta mañana estos diez poetas, la vieron de reojo, y han decidido festejar, dar la bienvenida con este libro, con estos poemas, con trompetas y bombo, a la Mañana.

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